Por: José Gustavo Hernández Castaño
En Colombia, el poder no se gana con ideas, propuestas o méritos; se compra al mejor postor. Las elecciones no son un ejercicio de democracia, sino un espectáculo grotesco donde el verdadero protagonista es el dinero sucio que fluye como un torrente imparable, corrompiendo cada rincón de la política. Narcotráfico, paramilitares, empresarios con agendas ocultas, corrupción institucionalizada: todos ellos han encontrado en las urnas su mejor inversión, financiando campañas para asegurar que quienes lleguen al poder protejan sus intereses. Y los ciudadanos, en su mayoría, seguimos participando como espectadores, votando por quienes han logrado acaparar más recursos para pagar su show electoral.
El Proceso 8.000 es la prueba más visible de esta podredumbre. Ernesto Samper llegó a la presidencia en 1994 con el respaldo del Cartel de Cali. Pero, ¡qué sorpresa!, no fue el único. Andrés Pastrana también habría recibido dinero de la mafia, pero el escándalo solo explotó sobre Samper, mientras que Pastrana salió impoluto, protegido por un aparato judicial servil. La doble moral y la justicia selectiva quedaron expuestas para el que quisiera verlas. Pero no aprendimos la lección. La corrupción electoral siguió su curso, más fuerte y descarada que nunca.
Años después, llegó el turno de la parapolítica. ¿Qué descubrimos? Que buena parte del Congreso estaba en deuda con los paramilitares. Senadores y Representantes, financiados por grupos armados, legislaron a favor de quienes los pusieron allí. El propio Álvaro Uribe Vélez, el gran “salvador de la patria”, según sus seguidores, vio cómo sus aliados más cercanos eran condenados por vínculos con el paramilitarismo. Se sospechó que su campaña de 2002 recibió apoyo de estos grupos, pero, una vez más, la justicia no tocó al gran caudillo. Sus alfiles sí cayeron, pero él, no. Y la historia se repitió con Iván Duque y la Ñeñepolítica, otro escándalo que nunca llegó a ninguna parte porque la maquinaria del poder lo bloqueó todo.
Pero los mesías progresistas tampoco son inmunes a esta fiebre de corrupción. El escándalo de ‘Papá Pitufo’ lo deja claro. Gustavo Petro, el autoproclamado adalid del cambio, también vio su campaña de 2022 manchada por la infiltración del dinero sucio. Diego Marín Buitrago, alias ‘Papá Pitufo’, un contrabandista con más poder del que imaginamos, habría aportado 500 millones de pesos a la causa petrista. ¿El resultado? Petro jura que el dinero fue devuelto, que se grabó en video la devolución y que él jamás permitiría un centavo manchado en su campaña. Pero, ¿por qué ese dinero llegó a su equipo en primer lugar? ¿Por qué los mismos actores corruptos de siempre siguen intentando comprar favores presidenciales? ¿Acaso los ilegales financian campañas por altruismo?
El problema no se detiene en las presidenciales. Se infiltra en cada nivel del poder. ¿Quieres ser congresista? Consigue un buen padrino político, mejor aún si tiene amigos con dinero en efectivo y pocas ganas de que lo rastreen. ¿Aspirante a gobernador o alcalde? Tienes dos opciones: jugar el juego de la corrupción y recibir financiación de quienes después te exigirán favores o quedarte sin posibilidades reales de competir. Diputados, concejales… todos forman parte del engranaje. Y no, no son elegidos por su capacidad, por su compromiso o por sus ideas. Son elegidos porque alguien, en algún despacho oscuro, decidió que eran la mejor opción para sus negocios.
El cinismo alcanza su punto máximo cuando se presentan como servidores públicos, cuando hablan de combatir la corrupción o de representar a los ciudadanos. En realidad, solo representan a quienes financiaron sus campañas. Son títeres, muñecos, del financiador, peones de un sistema que no tiene intención alguna de cambiar. La política en Colombia no es un ejercicio de servicio; es un negocio. Uno muy rentable, donde la inversión se recupera con creces a través de contratos amañados, burocracia y sobornos.
Pero la culpa no es solo de los políticos. Nosotros, los ciudadanos, permitimos que esto ocurra. Nos quejamos en redes sociales, nos indignamos por un rato y luego votamos por los mismos de siempre. Aceptamos la compra de votos como un mal necesario, justificamos la corrupción con frases como «todos roban» y seguimos celebrando a los líderes corruptos que se han enriquecido a costa del erario público. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que la política se convierta en un monopolio absoluto del crimen organizado? Porque, si seguimos en esta ruta, no estamos tan lejos de ese destino.
La única solución real no es una reforma más, no es una nueva ley que nadie cumplirá. Es un cambio de mentalidad. Es una ciudadanía que deje de votar por quienes más dinero gastan, que deje de aceptar dádivas a cambio de su voto, que entienda que la democracia no es un favor, sino un derecho. Necesitamos educación cívica desde la infancia, conciencia política desde la adolescencia y compromiso ciudadano en la adultez. Porque mientras sigamos vendiendo nuestro voto, nos seguirán gobernando quienes tienen el dinero para comprarlo. Y esos, tristemente, nunca serán los mejores.