Por: José Gustavo Hernández Castaño (*)
Los bienes públicos están definidos en la ley como aquellos que su uso pertenece a todos los habitantes de un Territorio: calles, plazas, puentes y caminos.
En esta misma categoría se inscriben los recursos públicos (erario público), es decir, los que obtiene el sector público por concepto de impuestos, derechos, ingresos derivados de la venta de bienes y servicios y, los ingresos por financiamiento interno y externo.
Lo público es entendido en términos sencillos como aquello que es de todos, es decir, de la sociedad en su conjunto y no de alguien en particular.
Cuando los ciudadanos y la sociedad se pronuncian exigiendo del estado y de las autoridades, la defensa y el respeto por lo público, están expresando un nivel de madurez que trasciende los intereses particulares de la apropiación, para llevarlos o mantenerlos, en la categoría de bienes públicos.
Resulta que, los bienes públicos han devenido en bienes que se los han venido apropiando los particulares, por los niveles de corrupción que se han entronizado en las diversas esferas del Estado en connivencia con las autoridades.
Lo público es un sistema de vida que en la sociedad moderna tiene particular importancia; es un espacio de interacción, cooperación e interdependencia, en el cual, el Estado desempeña un papel crucial, destacadísimo.
El nivel de apropiación de lo público se manifiesta, también, en los procesos eleccionarios. Los ciudadanos tienen, en ese ámbito, el derecho a votar libremente, a elegir libremente. Cuando se desentienden de esta obligación y votan por cualquiera, votan por un contrato, o votan por dinero (voto comprado), entonces, se ha privilegiado la apropiación particular y privada de este bien público.
Cuando se ha obrado de esta manera se han abierto las puertas a los corruptos y a un actuar corrupto. Con esa permisividad ciudadana, con ese actuar pervertido, los elegidos, los que van a gobernar, consideran tener la patente de corzo para apropiarse de los recursos públicos, o permitir, a los financiadores de las campañas, los negociantes de la política, que entren a las entidades públicas y hagan de las suyas, apropiándose del erario público.
Tolerar que esto ocurra y, se convierta en parte de nuestro paisaje, es desentenderse del rol veedor y controlador que debe jugar la sociedad. La sociedad no puede pervertirse consintiendo que los funcionarios, las autoridades, lleguen a tan lamentables niveles de corrupción. La permisividad es la manifestación de una sociedad enferma.
Una sociedad democrática no puede aceptar que se roben los recursos de los ciudadanos, los recursos públicos; debe gozar de buena salud, debe extirpar el síndrome de la corrupción.
Un llamado a los gobernantes, que en una semana comienzan su mandato, para que oxigenen los despachos oficiales, con funcionarios nuevos.
Los despachos oficiales deben ser limpiados, aseados, inmunizados contra enfermedades que producen las ratas de dos patas, la peor de todas: la corrupción.
El Departamento y los municipios están necesitados de gobernantes con talante, que actúen con independencia, autonomía, eficiencia y eficacia.
(*) Magister en Ciencias Políticas
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