El progresivo reemplazo de humanos por perros y gatos es uno de los fenómenos culturales contemporáneos de mayor impacto ambiental. Además, el mundo aún no asimila que la población de Homo sapiens no solo envejece, sino que para finales de este siglo estará más que estabilizada (con un máximo de 10.400 millones en 2086) e incluso en decaimiento (la máxima tasa de nacimientos se dio hace 60 años y desde entonces sólo ha disminuido) gracias a la combinación de múltiples factores, pero ante todo, a la condición más sapiens de la femina, harta de ser tratada como máquina reproductiva o instrumento de cuidado. El problema entonces no seremos solo l@s viej@s, sino “l@s pets”, pues pese a la consciencia creciente de las transformaciones sociales y ecológicas del mundo, criar y alimentar mascotas cada vez requiere más tiempo y energía, lo cual resulta en un incremento de nuestra huella ecológica, llámese emisión de gases, destrucción de biodiversidad o consumo de recursos.
Vivian Pedrinelli y colaboradores, en un reciente artículo de la revista Nature (12/2022), calculan que un perro de 10 kg que se alimenta de concentrado seco produce 828 kg de carbono al año, y con alimento húmedo, unas ocho veces más (6.541 kg CO2eq/año), anotando la progresiva tendencia de proveerles comida “gourmet”, de mucho mayor impacto. En 2019 se esperaba que se transara más comida de mascotas que de bebés, con lo cual no es difícil de entender que la epidemia de obesidad humana se haya contagiado a los animales de compañía. Por otra parte, si consideramos que en Colombia hay 3,5 millones de mascotas (en EE. UU. son casi 140 millones, en China son 80 y en Brasil 75, más que niños) y evaluamos la cantidad de proteína animal que es obligatoria para mantenerlos sanos (hacer de un perro o un gato un animal vegano es inviable), debemos pensar que es indispensable transportar y consumir otros animales, ojalá provenientes de sistemas de producción intensiva decentes, para no expandir la huella ecológica ni el maltrato animal: abusar de cerdos y pollos para alimentar michis y caniches no sería coherente. Tal vez lo mejor será el paté de larvas de escarabajos trufados para nuestras peludas almas gemelas.
Aparte del impacto ambiental de la comida, que ya implica una cuarta parte de las emisiones de gases de efecto invernadero humanas, y otro tanto del uso del suelo agropecuario, es necesario sumar la huella de los bienes y servicios que giran en torno a las mascotas: desde disfraces de Halloween hasta pasajes aéreos, pasando por guarderías, cuidado veterinario y cirugías de alta complejidad, la economía emergente de los animales de compañía, hoy llamados de “soporte emocional”, representa un incremento sustancial de la huella ambiental humana que no está siendo adecuadamente compensada y debiera sumarse a los requerimientos de un nuevo equilibrio fiscal. Según Fenalco (Jorge Martínez, 2019), “en 2023 el gasto de las familias en artículos y servicios para sus mascotas podría llegar a ser de $5,43 billones”, con lo cual se hace evidente que la nueva economía del animalismo puede aportar recursos para atender la crisis de biodiversidad causada por perros y gatos ferales, e incluso por ciertos hipopótamos y basas.